Family Life (Vida familiar)
A principios de los años 70, vi una inglesa película con ese título.
Era la historia de Janice, una
joven “de buena familia”, cuya vida se vuelve insoportable, oprimida por sus asfixiantes
padres, que la obligaron a abortar. Solo la amistad de Tim y la innovadora
terapia del Dr. Donaldson ofrecen esperanza de cura. Sin embargo, la
incomprensión de la familia y las prácticas de la psiquiatría tradicional se
imponen, y Janice se hunde gradualmente en la esquizofrenia.
La muchacha terminó hecha un guiñapo
en camisa de fuerza. Su familia la enfermó porque ella no respondía a sus
criterios de “buena educación”. Y siempre ha habido quienes no eructan para
hacer dinero a base de la infelicidad ajena, en este caso, un siquiatra.
Recordé la película, y hasta la
encontré en Youtube: (2)
Vida familiar (1971) | Tráiler - YouTube Ese vínculo es del tráiler.
El caso es que hace ya más de 50
años, esa película me abrió los ojos sobre la vida familiar, la mía y la de
otros allegados, tanto familiares como amistades que, sin necesariamente llegar
a esos extremos – aunque algunos los rozaron – fuimos descalificados social y
moralmente por nuestro propio núcleo familiar porque de alguna manera hacíamos
rodar por el suelo todo lo que hacían y decían para mantener una cierta imagen
ante sus relacionados.
No recuerdo en qué momento de mi
vida me desconecté por completo de mi familia. Ya me había desconectado muchas
veces de manera intermitente. Y no sé de dónde me salió, recientemente, la
inspiración de buscarlos y reunirme con ellos para que los de la generación que
nos sigue – nuestras proles – se conocieran.
Evidentemente, perdí el
entrenamiento (o bajé la guardia). Ya no percibo la intención de sus palabras
ni las aparentes provocaciones para que yo demuestre siquiera un ápice de lo
que siempre han dicho de mi carácter, en vano intento de que yo dé pruebas, así
sean pequeñas, de lo que han oído y repetido sobre mí durante al menos tres generaciones:
la anterior, o sea, nuestros padres y tíos; la nuestra: hermanos y primos, y la
que nos sigue, que son nada más y nada menos que nuestros respectivos hijos.
No los culpo. Fue desde mi propia
casa que salió esa fama, para que nadie me creyera ni media palabra sobre
nuestra “vida familiar”. Sí, hasta al siquiatra me llevaron.
Salí más fuerte que el odio.
Sobreviví. Y volver a reunirme con ellos, ya envejecidos, con hijos adultos –
algunos tienen nietos – me ha hecho revivir episodios alegres de mi infancia, otros
nada alegres de mi pubertad, pero también hizo desaparecer por completo hasta
el más mínimo vestigio de culpa o remordimiento por haberme alejado cuando lo
hice.
Como en las mejores familias, los
que peor hablan y más provocan son los pocos que en algún momento de sus vidas acudieron
a mí con situaciones que, por cierto, con una idea luminosa, una llamada
oportuna, o cualquier menudito, les resolví.
Seguiremos como Descartes: “bebiendo
juntos y vomitando aparte”.
Favor incluir su nombre al escribir un comentario. Gracias.
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