Salir en esta, nuestra ciudad
Creo que el asombro dejó de ser
causa de muerte hace años en el Distrito Nacional. Desde que regresé a Gascue
hace un poco más de siete años, una de mis salidas más frecuentes es a la
tienda Sirena de la Avenida Mella. Antes de la pandemia, iba a pie y regresaba
en taxi.
Hoy, como lo hago desde hace un
tiempo, me fui en el carro. Cuando, desde la Duarte, doblé hacia la Mella, me
vi atrapada en un reperpero entre agentes de la Policía y esos vendedores informales
de absolutamente todo que, día tras día, se instalan en las aceras a todo el
largo y al frente de la tienda.
Fue una escena realmente
intimidante. Nada nuevo, pero tampoco es algo a lo que nadie se acostumbra: la
violencia policial. Entre el shock que me produjo el evento y el movimiento de
un agente en el medio de la calle, me detuve para no atropellarlo.
Lo que me gané fue que ese agente
le diera varios pescozones a mi carrito de marca asiática, por tanto, plástico;
que me voceara de todo, a nivel de “ruede, ruede, maldita vieja”, y absolutamente
embuchada, loca por decirle dos o tres palabras que enriquecerían su vocabulario, me
estacioné frente a la tienda.
Desmantelaron todas las mesas,
repartieron empujones “poi pi pa” y, cuando salí del estacionamiento para
entrar a la tienda, las aceras estaban completamente vacías. Todos, afectados y
espectadores, indignados.
Yo solamente iba a comprar tres
cositas, todas en la misma área de la tienda, así que pasé pocos minutos
haciendo mi compra, más otros pocos minutos para pagar.
No me lo van a creer. Cuando
salí, todas las mesas con todas las mercancías estaban ocupando de nuevo sus
lugares en las aceras. Y todo el mundo de buen humor, como si nada hubiera
pasado. De película.
Más adelante, en la esquina de la
Bolívar con Julio Verne, había un acto en honor a los héroes de mayo, donde
están sus bustos, frente a lo que en sus tiempos fue la Ferretería Read.
Todos los vehículos encaramados
en las aceras y los participantes cruzando la calle de un lado a otro como si
estuvieran en un parque.
Y, unos minutos más tarde, me vi
en la Mahatma Gandhi para cruzar la José Contreras y la Bolívar. Qué pesadilla.
No sé cuántas veces cambiaron los respectivos semáforos de esas calles en la
esquina Máximo Gómez y nadie, absolutamente nadie, cedía el paso.
Llegué a mi casa como quien regresaba
de Montecristi a pie, igual que cada vez que salgo, por muy cerca que sea mi
salida. Estoy que pago por no salir, pero no me agrada el encierro.
Siempre me gustó mucho manejar, incluso
en viajes largos por carreteras. Ahora no. Manejar es un castigo.
Cada vez voy a menos lugares y
recorro distancias más cortas. Sin embargo, el agotamiento físico y mental es
cada vez peor. Y el riesgo de vivir escenas desde desagradables hasta
peligrosas es altísimo. ¿No salir más?
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