Historias de inmigrantes 3

Hace casi dos años, en agosto de 2022 y desde el escenario de mis funciones de entonces, empecé una serie de Historias de Inmigrantes, de las cuales solo publiqué dos, de mujeres. Esta también va de mujeres, con todo mi respeto. 

Conocí un buen número de mujeres dedicadas a la prostitución, de las cuales solamente dos admitieron saber que ése era el motivo de su viaje. Las demás aseguraron que las llevaron engañadas, en abominable tráfico de personas. 

Ya les había contado que tuve la costumbre de preguntar a cada uno de los dominicanos que visitaban la sede cómo fueron a parar a esa isla. Y también les había contado que la mayoría se fue en busca de un pasaporte que entendían les tocaba por ser descendientes de nativos de allá que en su momento emigraron a la República Dominicana y tuvieron descendencia. 

Grande fue la sorpresa, después de haber llegado, al enterarse de que sí, les tocaba, pero debían permanecer varios años renovando permisos de estadía y de trabajo. Y, como a los emigrantes no les gusta regresar “derrotados”, allá estaban, cogiendo pela porque, además de ese detalle, no puede decirse que sean todos bienvenidos. 

En cuanto a las mujeres en ejercicio de la prostitución, hoy les cuento la simpática historia de “Julia”. 

Julia ya es mayor. Desde que entró a la sala de espera con su vestido negro, su flor roja en el moño y sus uñas más rojas, no hablemos del pintalabios rojísimo, más los aretes, anillos, collares y pulseras, me dije: “ésta es la que me va a contar cómo es la cosa”

Efectivamente, luego de explicarle que el trámite que quería hacer no era necesario, procedí a hacerle la pregunta de rigor: “¿Qué la trajo a este país?”

Encantada de la vida, me dijo: “Yo voy a decirle la verdad, no como dicen otras, dizque las trajeron engañadas. Yo sabía que venía a chichar.” Y no faltó la seña con los dedos. 

Entonces, decidí aprovechar su intrepidez para saciar mi curiosidad, y le dije: “Doña, aun estando las mujeres enamoradísimas de sus parejas, no están en ánimo de sexo todos los días. ¿Cómo se puede estar con más de uno, un día sí y el otro también?” 

Todavía retumban en mis oídos sus carcajadas cuando me dijo: “Ay, pero es verdad que usted no sabe lo bueno que es venirse con cuartos en las manos.” Y, sin el menor tapujo, en presencia de testigos, procedió a contarme los detalles de las tarifas, cuánto costaba el acceso y la acción permitida en cada parte del cuerpo. 

“Me fue bien. Tuve hasta siete hombres por noche.” Y ahí volvió a darme los pormenores de cada atención al cliente y las tarifas correspondientes. “Ya no trabajo, soy dueña de un negocio y tengo un marido, pero él en su casa y yo en la mía. Nos vemos una o dos veces por semana.” 

La mujer no exhibe la menor sensación de víctima. Muy dueña de su vida. 

Y la segunda que tampoco alega que la llevaran engañada, llegó un día acompañada de otras cuatro mujeres, casualmente a un trámite que tampoco necesitaba. 

Cuando le pregunté por qué había emigrado a la isla, me respondió: “No puedo hablar embustes, porque aquí todos (los presentes) me conocen. Soy maipiola. Estas tres son cueros y ésta es mi sobrina; no ‘trabaja’, solo limpia el negocio. Cuando usted quiera darse su traguito, oír una musiquita y, si quiere, beberse su traguito, caiga allá.” Y me mostró dónde estaba el negocio, que “hasta a pie puede ir”. 

¿Ven que no todo es amargura?





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