Las flores de Tomasita

Doña Tomasita Marcel es hija de un inmigrante martiniqueño, obrero, que vino de “poliéster” (polizonte) en un barco hace más de cien años, y de una dominicana “canillita, que vendía de tó”, especialmente flores.

Baja de estatura (supongo que el cubo en la cabeza no la dejó terminar de crecer, quizás hasta la haya puesto más pequeña), es una mujer sencillamente inmensa.

Comparte la vivienda que hace muchos años le construyó su marido en Villa Faro, con ocho personas más entre hijos y nietos, y los mantiene a todos. “Mi ranchito es mitad de bloques, con el techo de zinc. Hay que desbaratarlo. Cuando llueve se mete el agua.” ¿Hay suficientes camas? “Muchos tienen y muchos no tienen cama. Duermen como Dios quiere”.

Siendo muy joven, se unió maritalmente a un obrero que murió hace diez años debido a complicaciones de hipertensión arterial. De él tuvo cuatro hijos, dos varones y dos hembras. “A veces salen a la calle, uno consigue una cosita, otro consigue otra, pero ahora mismo no hay ná”.

Ella también sufre de la presión. “Me tomo mi pastilla antes de salir.” Carente de seguro médico, fuera de toda seguridad social, y sin tiempo qué perder haciendo sala en los hospitales, controla su salud en una clínica privada. “El hijo mío es que paga eso. Yo compro la caja de pastillas a RD$200. Ahora se me acabó.”

Doña Tomasita tiene setenta y ocho años de edad. Lleva sesenta con ese cubo en la cabeza, cargado de flores y mucha agua. Aparte de eso, siempre porta una funda plástica en las manos, con encargos de clientas que aprovechan sus cotidianos viajes al mercado para cualquier librita de yuca, o lo que sea.

Tempranito en la mañana, se dirige a los alrededores del Mercado Modelo, donde compra flores por seiscientos pesos. Siendo perfectamente bilingüe, no se le ocurre alardear de que habla francés por esos predios. Más bien tiende a alegar que se le olvidó. ¿Por qué será?

De ahí se va caminando a peinar toda la zona de Gascue. Por años, ha conservado clientas fijas, de las cuales soy parte orgullosa. Divide la semana entre Gascue arriba (al Norte de la Bolívar) y Gascue abajo (al Sur de la Bolívar). Los jueves, viernes y sábados, a las nueve de la mañana, se escucha en mi barrio ese pregón, cual lamento del alma: “las floooores”.

No sé cómo, compite con supermercados y floristerías. Vende al mismo precio, hasta más barato, da ñapas y ¡fía! “Tengo gente mía que me da mis cincuenta y mis cien pesos, pero ayuda de ninguna clase. Hay que esperar que esto se ‘enderezca’. Total, yo no vivo de gobiernos. Ahora ná má se está pellizcando.” Así respondió cuando le pregunté si recibía alguna ayuda oficial o de oenegés, aparte del producto de la venta.

Entonces, le pregunté si entre sus clientas había alguna funcionaria del gobierno, esposa de funcionario, o de militar de alto rango, o miembra de algún movimiento de apoyo a las mujeres. “De haber, hay. Pero esas mujeres no dicen lo suyo. Usted es la única que me ha preguntado siquiera cómo me llamo, que recuerda mi nombre, y me pregunta qué me pasó el día que no vengo. Usted tiene un misterio. Por eso le duran tanto las flores. Mire cómo se me erizó el pellejo desde que entré aquí.”

La gente de su condición, sobre todo de su edad, aprendió muy bien a ser prudente, cautelosa, con los temas de política, gobierno, economía y religión. ¿Usted votó? ¿Por quién? “Por el blanco. Pero siempre he tenido mala suerte con los gobiernos. Nunca he conseguido nada. ¿Y con las organizaciones feministas? “Bueno, no las he visto, y mire que yo camino mucho.”

Por cierto, doña, ¿usted nunca ha pasado un susto en la calle? “Yo ando siempre ‘al día’ (con Dios, infiero) por si me atropella un carro o me muero en la calle, como yo sufro de la presión, ... Sí, me han robado. Usted sabe que donde quiera hay ‘tíguere’. Me han llevado la cartera con tó.”

Doña Tomasita, ¿qué quisiera usted? “Poner un puesto de flores, buscar un local, que mis hijos trabajen conmigo.”

¿Hasta cuándo piensa seguir vendiendo flores? “Hasta que usted y Dios me ayuden”. ¿Quiere comer algo? “No, gracias. Deme un jarro de agua.” ¿Ya desayunó? “No me gusta comer cuando ando en la calle. Sudo tanto, que me da miedo que me vaya a hacer daño.” Entonces, ¿usted come cuando llega a su casa? “En mi casa cocinan cuando yo llego, y a veces no consigo para la comida.”

¡Dios Santo! Siento vergüenza propia y ajena. Me siento diminuta al lado de esta mujer. Casi todos ustedes, mis apreciados lectores, y también yo, vivimos de espaldas a la realidad. Por las dudas, ensordecemos, para que tampoco nos entre por otro de nuestros sentidos.

Gracias a Dios, doña Tomasita no ha sido víctima de abuso sexual ni físico. No padece de violencia doméstica. Por ese motivo no califica como objeto de la atención de las celosas administradoras del tema de género. Levantó su familia sin las cantaleteadas leyes todavía sin reglamento 14-94 y 24-97, sin programa de “envejecientes” (¡vaya nomenclatura!) y sin nada que no fuera ese pesado cambumbo que todavía lleva en la cabeza.

Las feministas tienen la osadía de insertarla en la categoría de jefa de hogar (la verdad, tampoco es madre soltera). Es pobre de solemnidad, víctima de una implacable violencia económica y social, pero ese renglón no parece existir fuera de las promesas electorales, de los millones de pliegos escritos y de los onerosos minutos de telecomunicaciones que justifican la erogación de tantos fondos para reducir los niveles de pobreza de quienes los manejan.

¿Cuántas de nosotras seríamos capaces de llevar el pan a nuestras casas caminando de Villa Faro a Gascue, con escala en el Mercado Modelo, portando un cubo en la cabeza, ni siquiera tan vacío como el discurso del que tantas viven con más que holgura, mucho menos lleno de agua y flores?

Doña Tomasita, siempre sonriente, siempre con una frase eminentemente sabia lista para salir de su boca sin un solo diente, nos trae color, aroma y alegría para nuestras salas a cambio de unos pesitos, mucho sudor y desgaste físico. Hay que verla arrastrar sus piernas varicosas. ¡Pensar que a veces no produce lo suficiente para comer y dar de comer a sus dependientes! ¡Pensar que en su casa se mete el agua cuando llueve, justo cuando no puede salir a vender! ¡Pensar que duermen “como Dios quiere”! ¡Pensar que paga medicina privada! ¡Pensar que, lejos de retirarse a descansar como lo merece y necesita, todo lo que aspira en la vida es a tener un local para seguir vendiendo flores sin tener que caminar media capital con ese cubo en la cabeza!

Doña Tomasita, perdónenos. No sabemos lo que somos, mucho menos lo que hacemos. Por favor, acepte esta humilde ofrenda (es todo lo que tengo para darle) de su privilegiada clienta que la admira, la respeta y la quiere. Ejemplos como el suyo, hacen soportable cualquier cáliz. Gracias por ser y estar.

El martiniqueño que la engendró y la dominicana que la parió nos dejaron en usted un regalo muy valioso. Sus hijos pueden decir a toda voz que madre sólo hay una. No hay una medalla adecuada para condecorarla.


Publicado en la Revista Análisis en el año 2000

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