La mesa principal
Cada vez que asisto a un
cierto tipo de actividad, paso días y días físicamente adolorida por los
empujones y pisotones que ningún sistema de protocolo ni de seguridad logran
controlar, y emocionalmente golpeada por el deplorable espectáculo que
representa esa nunca bien ponderada mesa principal, muchas veces con sillas, no
necesariamente más cómodas, sino más vistosas, la cantidad de sillas detrás de
esa mesa principal, con frecuencia en una tarima, la reservación de las
primeras filas para altos dirigentes de la misma organización e invitados
especiales y el triste matadero del resto de los asistentes por ponerse “donde
el capitán los vea”, y diría “los capitanes”, porque se trata de “los grandes”,
como los llaman, y la prensa.
Esto se da también en
reuniones mucho más pequeñas, periódicas. A veces, hay más participantes
sentados en la nunca bien ponderada mesa principal. Y es que hay quienes no
aceptan menos. Lo que no entiendo es cómo se puede hablar de igualdad
recordando a cada instante y de una forma que me luce brutal, las distancias,
los puestos, las jerarquías.
Hace años que instituciones
con un cierto nivel de avance, con pretensiones de vanguardistas, desestimaron
la colocación de sillas tipo teatro y arman sus salones colocándolas en
círculos. Por supuesto, todas iguales.
Lo mismo va para los equipos.
¿Cómo puede ser operante un equipo donde todos y cada uno de sus componentes es
presidente, vicepresidente, director, subdirector, secretario general y
cualquier otro nombre de puesto de mando?
Si le sumamos esa práctica
tan malsana, tan nociva, al hecho de que no se recuerda desde cuándo
desaparecieron las ideologías, los preceptos, los programas, las acciones que
no sean reclutar gente porque sí – y si acaso hay un motivo más tangible, no
pasa de una necesidad personal de mostrar fuerza para darse valor en el mercado
– no veo cómo se puede llegar a ninguna meta trazada ni accidental.
Es notorio que muchos
reclutadores, presidentes, directores, secretarios generales, coordinadores y
demás ostentadores de títulos que sugieren mando, tienden de una forma nada
inconsciente ni involuntaria a crear un centro de adoración a sus personas,
aunque sea pequeño, que si es mediano o grande, mejor.
Reuniones van y reuniones
vienen, y sólo se trata de la medición de autoridad, de los milímetros de
cercanía con “los grandes”. No se les ocurre que “los grandes” se pueden poner
chiquiticos sin ellos y se someten al pernicioso juego. Tampoco se les ocurre
recordar, ni siquiera por experiencias ya vividas, que a la hora de repartir
los regalos, los más grandes y mejor envueltos se quedan en la mesa principal
en primer lugar, luego en la tarima, después en las primeras filas, y de ahí
para atrás, no pasan de chucherías, cachivaches, encima, en tono de gran
condescendencia.
No. Si los líderes o
aspirantes a serlo quieren seguidores, deberían tener en cuenta que “los
grandes de corazón son sencillos”, que “la humildad nos hace grandes”, y
abandonar, ya, esa costumbre separatista, humillante, de “usted allá y yo aquí”.
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