¡¡¡Mujerejembra!!!



Tranquilas, que no voy a recomendarles tener cuidado con el cuabero. Ni que quisiera, porque no recuerdo la última vez que vi a un hombre vendiendo cuaba en las calles.

Es que ayer, conversando con un joven que estaba conociendo en ese momento, recordé uno de los temas que me llevó a hacer vida pública, es decir, a escribir artículos en El Nacional y a aceptar invitaciones a programas de radio y televisión.

Primero, les voy a contar un hecho que, a pesar de lo lamentable, no deja de ser gracioso. Una joven, cuyo novio la golpeó al punto de que sus “hermanos varones” tuvieron que intervenir, se preparaba para ir a un concurrido lugar donde ese mismo novio pasaba unas de esas vacaciones anuales que el sistema nos regala para complacer a la iglesia católica. Uno de los hermanos le preguntó que a buscar qué iba ella donde estaba quien ya consideraban el ex novio, a lo que la madre, cibaeña, rápidamente respondió: “a lleváiselo a Fulanito”.

Tanto esas jóvenes maltratadas desde antes de la unión como otras que empezaron a ser maltratadas ya con sus proles nacidas, se divorcien, las abandonen o permanezcan unidas a su agresor, tienden a inculcar a sus hijos amor, respeto, obediencia y hasta veneración por esos padres que, no conformes, son además tiranos e irresponsables con los hijos, cuando no terminan abusando de ellos también, que no pocas veces los rechazan y hasta los desconocen.

Esa dinámica en las relaciones de pareja, de familia, se refleja, se reproduce en nuestra relación con el hogar grande, la patria.  Sólo nosotras podemos generar un cambio.

La patria es la madre, el gobierno es el padre y los ciudadanos son los hijos, esos hijos que aprendieron en sus respectivos senos familiares a validar la conducta brutal del padre, a quien, en el fondo, odian, pero le manifiestan admiración y terminan imitándolo porque les enseñaron temprano y con profusión de ejemplos que así son los hombres, que así se trata a las mujeres y a los hijos.

De hecho, esos hombres fueron paridos y criados por una mujer, a veces por dos, la mamá y la abuela.

Somos mucho más que cómplices de los males que nos afectan. Si somos la mitad, las que parimos y criamos a la otra mitad, no hay dudas de que, en vez de crear o fomentar esos males, debemos criar de otro modo, digamos que más digno, si queremos vivir en la dignidad, tanto familiar como social, política y económica.

Sí, porque también nos dejamos arrinconar en el trabajo, en la iglesia, en la actividad política, en todos los aspectos de la vida. Y, peor aún, tenemos una inexplicable facilidad para, lejos de apoyar, dejar hundir con indiferencia a las demás mujeres, cuando no es que nos ocupamos personalmente de hundirlas.

Mujeres, cumplamos con nuestro verdadero deber: dar a la sociedad ciudadanos conscientes de sus deberes y, principalmente, de sus derechos. El cambio se notará enseguida. Y nos urge. Lo merecemos.

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