Violencia, inconsciencia, miseria y culpa
Mi actual empleada
doméstica, lejos de facilitarme la vida, constituye un terrible factor de
atraso en mi desempeño. No hay día del mundo en que no llegue contándome un
problema de los sórdidos, cuando no es de violencia doméstica, es de violencia
de género, o de la más cruda violencia económica. Violencia, como sea. Y ahí
mismo me dañó el día.
Observo su forma
de vestir, sus impecables uñas de pies y manos, de colores y dibujos diferentes
cada tantos días, su pelo muy bien peinado, innecesariamente teñido y
desrizado, y los numerosos tatuajes que le aparecen por todas partes, por lo
que puedo inferir que también los tiene en lugares menos visibles.
Tiene un celular
de los más caros y modernos. Sorprende lo bajito que habla cuando recibe algunas
llamadas, y cómo vocea cuando quiere que la oiga y le diga que se vaya, o que
no venga al día siguiente, dependiendo del caso y de la hora. En los meses que
lleva en casa, nunca ha trabajado una semana completa. Su semana es de cinco
días, pero trabaja cuatro, a veces tres. Su horario es de 9 a 3. Llega puntual,
pero a las 3 se ha ido muy pocas veces. A más tardar, a la una va de salida. Es
como una ventolera que le entra, porque si no pasa a determinada hora por
determinado lugar, pierde una bola. Le doy una contribución mensual para su
transporte, pero la verdad es que a esa hora yo también estoy loca por que se
vaya.
Le hago estas
observaciones, siempre que me pide tiempo y dinero para esas urgencias, e
indefectiblemente me mira con desdén, como quien dice “esta vieja no sabe nada,
no me voy a dejar poner como ella, gorda, llena de canas; todo el día, todos
los días, en bata y calipsos”, mientras se le ocurre una respuesta por lo
general irrebatible, demoledora. Es asombrosa su habilidad para defenderse, no
hablemos de su insuperable destreza para amarrar la chiva.
La mujer, de menos
de 40 años, tiene dos hijos, dos hijas y un nieto. Ya su hija mayor, de 16
años, es madre. La segunda, de 15, cualquier día de éstos le da un susto,
siempre según lo que ella me cuenta.
A todo esto, la
joven abuela no sabe leer ni escribir. No le cruza por la cabeza que eso la
hace vulnerable. Se pasa el día susurrando cánticos religiosos, cosa que me
molesta bastante, primero por inconsistente con el resto del cuadro, y segundo
porque interfiere con la música que pongo para trabajar que, lejos de ser
clásica o suave, son unos merengazos que me encantan, me evocan mis glorias
pasadas y me ponen de lo más contenta.
Comparto esta
experiencia para reflexionar sobre lo difícil que será sacar nuestro pueblo de
su inconsciencia, de esa miseria que no es únicamente material. Y para repartir
un poco la culpa que, cual ráfaga, me sacude demasiadas veces.
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