Atrapados ¿sin salida?
Ya mucho antes de la era cristiana, los filósofos e historiadores griegos odiaban la democracia.
Aristóteles decía que la democracia es el gobierno de los mediocres, por la ilusión de libertad que ella esparce.
Sócrates insistía en que la democracia es intrínsecamente corrupta, ya que sucumbe a la voluntad de la gente, que es intrínsecamente perversa. La personas democráticas tienen poca tolerancia para argumentar: el gobierno de la masa mantiene su política forma de vida. Aquellos que discrepan serán muertos.
Polibio planteaba que la democracia termina degenerando en oclocracia: Etimológicamente, la democracia es el gobierno del pueblo que con la voluntad general legitima al poder estatal, y la oclocracia es el gobierno de la muchedumbre, es decir, "la muchedumbre, masa o gentío es un agente de producción biopolítica que a la hora de abordar asuntos políticos presenta una voluntad viciada, confusa, o irracional, por lo que carece de capacidad de autogobierno y por ende no conserva los requisitos necesarios para ser considerada como «pueblo»".
Y Platón le puso la tapa al pomo enunciando que "un Estado en el que se venere al dinero despreciará la excelencia y los hombres buenos". Creía que de la democracia a la tiranía el paso era corto.
Siendo así, no nos queda la menor duda de que vivimos en una democracia perfecta. Es nuestra mediocridad la que nos lleva a creernos libres, sin percibir que para ejercer, por ejemplo, el derecho a la vivienda, o pagamos más de la mitad de lo que producimos en un alquiler, o casi todo lo que producimos en las cuotas de un préstamo hipotecario; que, para ejercer el derecho a la salud, además de pagar las mensualidades de un seguro, hay que tener muy buen bolsillo para pagar "la diferencia"; que, para proporcionar ese derecho civil que es la educación académica a nuestros hijos, tenemos que endeudarnos, reenganchar la deuda, y no terminar de pagar nunca; que, para ejercer eso que se llama la libertad de tránsito, que no pasa de ser el trasladarnos de un lugar a otro por estricta necesidad, o nos sometemos al denigrante servicio que ofrecen los padres de familia o nos embarcamos en una deuda adicional que, encima, genera gastos, para acudir adonde cumplimos con nuestras obligaciones. Y así por el estilo. En verdad, es demasiada ilusión de libertad.
Nos creemos libres porque además de pagar la energía eléctrica más cara del mundo, disponemos de energía alternativa que nos cuesta cara y nos aumenta la factura. Nos sentimos libres porque además de pagar la factura del agua, disponemos de almacenes, llámense aljibes, tinacos, cisternas, tanquecitos o galones plásticos.
Nuestro nivel de mediocridad ha llegado al punto de que, no conformes con "despreciar la excelencia y los hombres buenos", veneramos el dinero ajeno, mejor dicho, nuestro, pero en otras manos, y velamos las migajas que puedan caernos cerca, ya sea en tarjetas de solidaridad, bonoluz, bonogas, y demás, o en botellas institucionales.
La parte más brutal de todo esto es la facilidad con que entendemos la situación de muerte civil a la que quedan confinados quienes disienten del sistema de administración del Estado. "Tienes que arrodillarte", he oído recomendar(me) más de una vez.
No parecemos interesados, no nos inmuta nada de lo que ocurre en el país. No reaccionamos, no tenemos un plan. ¿Será que vamos a dejar que todo siga como va? ¿O es que, efectivamente, se nos hizo tarde y ya estamos atrapados sin salida?
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