Crónica de una salida anunciada
Después de más
de un mes sin traspasar el umbral de la puerta de mi casa, ya a punto de
treparme por las paredes, esta mañana pude salir ¡sola y manejando! Este
arresto domiciliario va para largo, pero conseguí esa libertad bajo palabra por
algo más de una hora, y la sensación fue indescriptible.
Me puse un
gorro azul “medicina interna”, de una de las piyamas de Elisa mi hija cuando
era residente de esa especialidad, mis lentes de sol, y la mascarilla que dice
#SeVan que tuvo a bien obsequiarme Alejandra.
Tuve un par de
tropiezos a la hora de salir: uno, que el portón eléctrico no abrió con el
control remoto, hubo que abrirlo manualmente; y otro, que no podía respirar con
la fabulosa mascarilla, por lo que tuve que hacer mi recorrido con una de las
quirúrgicas. Pero me fui.
Mi primera
parada era en Arroyo Hondo, a buscar levadura y harina para pan que Carmen
consiguió ayer. Luego, pasé por Los Jardines, por casa de Héctor, a darle un bocinazo
para que se dejara ver y saludarnos de lejos. Salí premiada con un trozo de
quipe horneado.
De ahí, por
Agricultura salí a la autopista, hasta la Ortega y Gasset y, vía túnel de la
UASD (o sea, pasé por debajo de la casa de María Filomena), llegué a Gascue, a
casa de Gisela, previa parada donde el frutero de su esquina, al que compré
unos mangos que se ven ricos, y procuré unas naranjas agrias y una guanábana
que el extranjero que limpia tuvo a bien entregarme.
Bueno, y
regresé a casa, otra vez abriendo el portón manualmente con ese solazo (por
supuesto, Elisa bajó las dos veces, de salida y de regreso, a realizar esa
hazaña, porque ¡qué portón que pesa!), y del proceso de desinfección, mejor ni
les cuento. Hay que vivir con una infectóloga para medianamente entender eso.
Aquí me
esperaban unos chicharrones mortales que dejé adelantados en la estufa, con
plátanos verdes, los que mejor me han quedado en la vida.
Pero lo que en
realidad quiero contarles es cómo me sentí durante ese recorrido que, como ven,
no parece tener nada especial. Era como si yo nunca hubiera estado en esta
ciudad en la que nací, crecí, envejecí y todavía vivo. Ese sol que normalmente
me molesta tanto, me pareció divino. Esos camiones que tanto odio me lucieron
lindos. Todo, absolutamente todo, lo vi con otros ojos. Bueno, no. Me pareció
terrible ver, al final de la mañana, las filas en las aceras fuera de todos los
bancos por donde pasé, que fueron muchos. Por suerte, no pasé por ningún
supermercado.
Me sentí ajena
a todo esto, invisible, como si lo estuviera viendo todo desde lejos, hasta
que, en una esquina cercana a mi casa, por cierto, frente a la casa de
Alejandra, me encontré con Julia y me señaló que no portaba la mascarilla que
había publicado en las redes antes de salir. ¡“Regoso” a que Alejandra la
oyera!
Cuando, ya en
casa, me disponía a llamar a Alejandra a plantearle que no se podía respirar
con la mascarilla, me dice mi hija que ella misma la había rellenado con la
copa de un sostén. La cambié por una servilleta de papel y quedó perfecta.
Encima, tan poco dada que soy al maquillaje, y ¡se me ocurrió ponerme
pintalabios! Ya saben.
Entonces,
después de la desinfección, me la puse de nuevo y me tomé la otra foto en la
puerta de mi casa, para redimir la mascarilla y resarcir a Alejandra.
Y el final de
esta historia es que, la mismísima que me concedió el momento de libertad me ha
mandado un diploma que necesito que ustedes me ayuden a interpretar. Mientras,
regreso al mundo real: ¡a fregar!
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