Dos conciencias
Anita es muy sabia. Tiene esa sabiduría de quien ha
tenido que pelear duro en la vida, de quien todo lo que tiene lo ha conseguido
a sangre y fuego, luchando contra su propio entorno, el mismo entorno que
tenemos tantos de nosotros, ése que dice querer que estemos bien, pero no
igual, mucho menos mejor que ninguno de ellos. Ese que, cada vez que sacas la
cabeza, te da un palo para que te hundas de nuevo y te hace creer que te ayuda
a resurgir. Ese que nos hace vivir siempre recomenzando.
Es la amiga que te aterriza en un dos por tres.
En una crisis por complicaciones propias de las
relaciones interpersonales, una pérdida que yo no estaba lista para aceptar, por
la que estaba dispuesta a luchar y, de hecho, por la que soporté no pocos
desdenes, incluso públicos, Anita lo resumió todo con esta oración: “Deja eso,
que nadie puede vivir con dos conciencias”.
A partir de lo que le conté, me explicó que era
evidente que esa persona estaba renegando de sí misma y que mi sola presencia
le recordaba todo lo que pretendía olvidar o, cuando menos, que en su nuevo
mundo no se conociera. Que yo supiera tanto de su vida, me convertía en su
segunda conciencia, y ya con la suya no podía.
Me tomó tiempo, mucho tiempo, concluir que el tal
amigo perdido quería borrar de su mente su propia historia, de los tiempos en
que era el amigo del que todo el mundo sentía orgullo. No sé por qué ni para
qué le dio por avergonzarse de sí mismo, al extremo de cortar de raíz con todo
el que le recordara lo que se supone que fueron sus años felices.
Ahora, logré separar al que fue mi amigo de esa
persona actual que no reconozco ni quiero cerca de mí. Sigo recordando los
capítulos de esa historia que no sé cómo él cree que se pueden borrar, en los
que jugué mis roles inherentes a la amistad (tercio, cómplice, etc.), pero
siempre teniendo claro que me refiero a alguien que ya no existe.
Con esa teoría de las dos conciencias, he puesto en su
lugar a no pocas amistades, a medida que he ido percibiendo sus inexplicables
necesidades de olvidar sus respectivos pasados, por cierto, ninguno vergonzoso.
En el peor de los casos, se trata de hechos relativos a una mala situación
económica o, a lo sumo, a esa variedad de relaciones amorosas y/o sexuales de
las que no tiene el menor sentido arrepentirse.
Esta cuarentena que nos ha hecho sentir tan vulnerables
ante lo imprevisto, tan incapaces de controlar determinadas eventualidades, no
importa dónde ni cómo nos encontremos, debe llevarnos a reconsiderar, a
reestructurar, no nuestros pensamientos ni nuestras acciones - que ya ese palo
está dado - sino nuestra actitud hacia nosotros mismos y hacia los demás, de
forma tal que, cuando salgamos de ésta, la convivencia sea más llevadera, sin
competencias ni comparaciones estériles.
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