Una experiencia diferente

Hoy salí de nuevo. Dejé el carro en el taller, me fui a un centro comercial a hacer varias diligencias, regresé al taller a la hora que me dijeron que podía buscar el carro y, por supuesto, no estaba listo.

Ese taller, que lo recordaba inmenso, se ha reducido a un espacio muy pequeño, de manera que aquel tremendo salón de espera que tenía ahora es un rinconcito con dos butacas más los escritorios de sus tres empleados administrativos.

Alcancé a ver, en la acera de enfrente, la sombra de un laurel inmenso y crucé. Ahí me paré a dar una fumadita, guardando la distancia de un hombre más bien joven y amable que me prestó una silla.

Recordé que en la mañana había visto ahí mismo un puesto de venta de verduras y vegetales en un carrito que ya en la tarde estaba vacío y cerrado con un candadito.

Este señor, el de la tarde, estaba instalando algo que yo no alcanzaba a adivinar qué podría ser. Andaba con un niño que evidentemente nadie conocía, porque todos le preguntaban de quién era y a todos respondió que era nieto de su jeva.

El niño lo llamaba papá y se angustiaba un poco cada vez que lo perdía de vista, y eso, que estaba bien embullado fantaseando con que un montacargas, que debía tener no menos de 10 años abandonado, era su guagua. Y me contaba todos los lugares por los que iba pasando.

No van a creerme lo que estaba instalando el hombre, el oficio del que vive: recorta el pelo a hombres y mujeres. Por eso tiene varias sillas. Pero hasta un abanico eléctrico tiene, que conecta a una regleta que no se sabe de dónde se alimenta de electricidad, porque no se ve. Pero también tiene su espejo, su tocador, lociones, tijeras, abejón, blower, capa, de todo.

Tiene un mueble de metal en la acera, pegado de la pared de un edificio, que cierra con una cadenita y un candado, con todos sus aparatos y el abanico, y cada tarde se traslada desde Los Mameyes hasta ese callejón que sale a la Churchill, cerca de la Kennedy.

Muy conversador, me contó que su mamá vive cerca y que ya había pasado a saludarla. Lo vi muy pendiente del niño todo el tiempo. Y, lo que no pensé que iba a llegar a ver, llegó: un cliente. No podía creer lo que estaba ocurriendo en mi presencia. Sentía que estaba dentro de una de esas películas cubanas relativamente recientes que vi por Telecable, ya no recuerdo en qué canal (eran de producción española).

No conversé mucho con él. En un momento, al niño se le zafó un botón y el tipo sacó hilo y aguja, y se lo cosió. El niño dijo que tenía hambre y, no sé de dónde, sacó una especie de sándwich y se lo dio. Luego, el niño le pidió agua, y ahí se me encogió el estómago. El hombre, con un cuchillo, cortó una botella plástica de refresco, botó la parte de arriba y enjuagó la de abajo con agua que había en un galón plástico. Entonces, procedió a llenar el “vaso” con agua de una botella plástica de un litro. Se la pasó al niño, que seguía “paseando en su guagua”, ahora con un “vaso” de agua en el espacio que algunos vehículos tienen precisamente para eso.

Me sorprendió mucho la amabilidad y la paciencia, rayanas en esclavitud, de ese hombre con el exigentísimo nieto de su jeva, que de jeva debe quedarle poco si ya tiene por lo menos un nieto grandecito, hasta que ahora, al sentarme a compartir esta experiencia tan diferente a la de la doña que nos dio el tumbe en el consultorio médico, estoy en creer que el hombre ha dado un braguetazo, que aparentemente depende de sus cuidados al niño y que el braguetazo es reciente, que todavía está dando muestras de dignidad y sigue saliendo cada tarde a recortar pelo en una acera, debajo de un laurel, cerquita de donde vive su mamá, que seguramente él también vivía ahí hasta que la abuela de ese niño lo mudó en Los Mameyes.

¿Qué opinan ustedes?



Esa es la sombra que más rinde. Puesto de vegetales, el estilista, un pollero a la derecha y el montacargas abandonado. El barrio se llama Los Platanitos.

 

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