En el supermercado

Debido a la dificultad rayana en imposibilidad de hacer vida social en clubes, bares y demás centros y antros, más la cantidad de veces que tenemos que ir al súper dada la precariedad monetaria que nos obliga a hacer compras cada vez más pequeñas, el bajo o nulo rendimiento de los productos, cuando no es que están podridos, dañados o vencidos, los dominicanos que quedamos en la media isla hemos convertido este lugar en un punto de encuentro, de intercambio de chistes, chismes, acabar con el gobierno, y las habituales críticas mordaces a los generosos, desprendidos y desinteresados españoles, propietarios de dichos establecimientos, que llevan quinientos y pico de años trayéndonos educación, alimento y vestido. No sé cómo hay quien se atreva a llamarlos neocolonizadores.

El caso es que en el supermercado se presentan situaciones, se dan anécdotas, no todas tan cómicas, pero hoy quiero contarles algunas. Hará unos meses, me sentía presa de la mirada de un hombre bastante joven y muy atractivo. Pasaba de una góndola a otra, cambiaba de pasillo, y como que esa mirada me seguía. Ya a punto de olvidar mis canas y mis libras, juraba que estaba acabando, y el tipo me aborda con el usual: “¿Usted es Cosette Alvarez? Yo siempre la leo.” (No me explico cómo, en otro matutino). “Me encanta lo que escribe”. Y sigue comprando. Al cabo de un par de tramos, se dirige a mí de nuevo: “Doña Cosette, quizás usted pueda ayudarme.” Estaba lista para escuchar un problema barrial, laboral, político, qué sé yo. Pero, ¡oh, sorpresa! El señor debía llevar toallas sanitarias a su esposa y no sabía cuáles escoger. Nunca me imaginé elaborando un tratado sobre tan desechable, detestable - y totalmente olvidada por mí – prenda íntima. Poco me faltó para hacerle una demostración sobre el uso y la (in)comodidad de las diferentes marcas y estilos.

Más recientemente, me interceptó una señora que me resultó de cara conocida y, efectivamente, lo era. No podía reconocerla, pues abandonó el mundo para dedicarse al Señor, por lo que su físico ha cambiado sustancialmente. Me dijo también que siempre me lee, casualmente en este periódico, y me advirtió: “Eso que buscas en los hombres, no lo encontrarás.” Mientras le daba vueltas a sus palabras, tratando de recordar qué podía yo estar buscando en los hombres que hubiera dejado traslucir en lo que escribo, y bajo la mirada curiosa, pendenciera más bien, de un gondolero, me advirtió: “Esa justicia que pretendes de los hombres (claro, de los seres humanos en general, varones y hembras), sólo te la puede dar Dios.” ¡Menos mal! De verdad, me estaba preocupando, porque hace demasiado tiempo que sé lo poco que se puede esperar de los hombres, en su rol de machos. No es que las mujeres resulten mejores; eso, todavía al día de hoy, no ha despertado mi curiosidad. Bueno, entonces esperemos la justicia divina que, hasta ahora, también parece estar cotizándose bien cara.

Los mejores cuentos ocurren con los empleados. Para empezar, los que alegremente contestan con un imperturbable “no hay” y que a veces se encuentran con clientes no tan resignados que se dirigen a los gerentes y resulta que sí había, o los que se equivocan y pretenden dar boches a los clientes, que las historias con las cajeras no se acaban. Me contaron de una doctora que hacía filas en la caja para diez artículos o menos que armó tremendo lío porque la cajera dejó pasar primero al cliente detrás de ella porque sólo llevaba un artículo. La médica, repentinamente, detectó la presencia de una activista de la identidad de las mujeres negras y llamó a gritos a una supervisora, diciéndole a todo pulmón que la rubia oxigenada cajera la había llamado negra. No quieran saber la que se formó en ese supermercado.

A la hora de devolver un artículo dañado, podrido o vencido, no es tan cómica la situación. Que si nos metemos en el tema de la especulación cuando escasea un insumo, no terminamos hoy. Pero no deja de ser simpática, inspiradora de ternura (¡¡grrrrr!!) la actitud de los empacadores, por ejemplo cuando saben que tu carro necesita ser empujado para arrancar o que las últimas veces que fuiste de compras pagaste con la tarjeta de crédito, o con los bonos de la tarjeta o los del mismo supermercado, y encima no tenías menudo (ni entero) para su propina. Que si se te ocurre comprar un botellón de agua o una funda de hielo, ya tienes un enemiguito para siempre. Gozamos un paquetón haciéndonos las locas al ver cómo se hacen señas o hablan por pretendidos códigos secretos.

Luego escribiremos sobre la otra etapa: el estacionamiento, la brega que da conseguir un espacio y, a la salida, el consabido “se lo cuidé”, el billetero tan necio, el que vende aguacates, la que vende flores, los mendigos, los propagandistas, en fin, que todo puede ocurrir en un supermercado, excepto comprar a buen precio y mucho menos productos de calidad. No hay forma humana de hacer una compra sin coger un pique. De las ofertas y concursos, faltarían páginas para escribir. Para terminar, me mata la curiosidad por saber a cuánto asciende, al final de cada día, la suma de las monedas que no nos devuelven.

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