Gracias, Johnny

Hay un lugar en el mundo, específicamente en la Zona Colonial, llamado El Sartén, donde las personas de nuestra edad dejamos nuestras tragedias personales, familiares, religiosas, filosóficas, sociales, políticas y económicas al doblar la esquina de la Nouel con Hostos, para entrar a él ligeritos de equipaje.

Antes de salir de casa, debemos comer bien, porque en El Sartén solamente se bebe y se baila. Pero también observamos a los demás, bailadores de concurso, contemporáneos todos, que andan en lo mismo: disfrutando de una noche feliz.

Puede ser cualquier día de la semana. Siempre logramos olvidarnos de que fuera de allí hay un mundo atropellante y gozar un paquetón.

Su clientela es cautiva. Es casi un club privado, un círculo cerrado: siempre los mismos. Se diría que es un grupo de desconocidos que se conoce, al extremo de que los meseros y el bartender saben exactamente lo que bebe cada uno, y ya muchos no tienen que molestarse en ordenar sus tragos. Es decir, aunque no se sepan los nombres, todos se saludan, todos se ríen juntos, todos se sacan a bailar, los hombres a las mujeres y las mujeres a los hombres. Sanamente, con respeto. En desorden organizado.

Muchos prefieren reforzar la música tocando instrumentos de percusión que se encuentran disponibles para los parroquianos. De ahí surgió un grupo que toca los domingos en la tarde en las ruinas de San Francisco, desde las cinco hasta las nueve, y a esa hora “se ponen en neutro” y bajan toda la Hostos hasta El Sartén para bailar hasta la hora permitida por la Inquisición.

A veces, se dan situaciones de puro realismo mágico, como ese jueves de principios de octubre que, cuando creíamos que el clímax sería aquel conjunto de soneros de Villa Mella tocando en vivo y acompañando a la periodista Ivonne Ferreras y al joven Michel Curiel, hijo del dueño, de repente nos vimos en medio de una escena fantástica: dos jóvenes, varón y hembra, vestidos y maquillados como quien va para el carnaval de Bruselas, encaramados en unos zancos enormes, que surgieron de la nada bailando, primero en el medio de la calle y luego dentro del local.

Más a menudo, aparece una dama con su estelar número de New York, New York que, las veces que la he visto, ha bailado encima de la barra, pero me contaron que ya el número va ampliado y que incluye bailar encima de algunas mesas.

De vez en cuando, y a petición, se deja caer Sira Medina y, acompañada de pistas grabadas, canta sus éxitos, incluyendo la canción que ella misma escribió narrando su experiencia sobre aquel viaje astral a Ganímedes. Y el público delira.

Como en todas partes, no falta un desagradable que, siendo de la misma edad o mayor que casi todas las mujeres presentes, se atreve a decir que “aquí están las azafatas del Arca de Noé”, como tampoco falta un necio completamente fuera de grupo, ni el nuevo inconveniente de que prohibieron fumar.

Pero, no hay nada perfecto en la vida. De manera que, gracias, Johnny, por tener un sitio tan accesible para tantos de nosotros.

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