Aceptemos la diversidad



Nos encanta hablar de igualdad. Se nos llena la boca cuando pronunciamos esa palabra, cuando hacemos creer que la acogemos. Sin embargo, aquí estamos, en pleno siglo 21, discriminando y excluyendo por aspecto físico –  que, de raza, no podemos hablar.

Faltan palabras para describir a lo que nos atrevemos cuando se trata de personas con limitaciones mentales, discapacidades físicas, vida sexual socialmente condenada, credo filosófico o religioso “no oficial”, maternidad precoz, y demás ingredientes de la división en que nacimos, crecimos y, si no andamos rápido, moriremos.

Con actitud altruista, los llamamos minorías y los ponemos bien lejos de nosotros. Un poco de caridad de vez en cuando para acallar la conciencia y, preferiblemente, parecer buena gente ante los demás.

Bueno, sólo hay que pensar que nos damos el lujo de evaluar a las personas “iguales” por sus celulares, sus carros, su tipo de vivienda, su forma de vestir, en otras palabras, su capacidad de endeudamiento. Lo que verdaderamente interesa o debería interesar, los modales, se los comprendemos y toleramos todos, por desagradables, violentos o infractores que sean.

La realidad es una sola: no somos solidarios. Y la solidaridad es el único comportamiento que lleva al progreso. Carecemos por completo del sentido del Otro. Y con ello, lo único que estamos haciendo es subordinándonos sin condiciones a la imposición de unas normas de conducta que nos llegan desde una corporación interesada en permanecer en el poder, mediante una dinámica que niega la igualdad.

Hemos permitido que se nos convierta en discapacitados afectivos. Los demás no existen, a no ser para disminuirlos, utilizarlos, menospreciarlos, desdeñarlos. A todos los niveles. Cada uno de nosotros se siente privilegiado, más bien, merecedor de un privilegio, y vemos al resto carente de méritos para dicho privilegio, por insignificante que sea.

¿Cómo se puede esperar solidaridad, si no hay respeto, si no hay sentido de la colectividad? ¿Cómo y cuándo fue que nos dejamos inocular ese veneno que nos hace ser y actuar de manera tan ridícula y, además, perniciosa para nosotros mismos? ¿Por qué hemos transmitido ese veneno en mayor dosis a nuestros descendientes? ¿A partir de qué criterio nos permitimos asquerosear, humillar a los demás?

La respuesta podría estar en el hecho histórico, real, de que así hemos sido tratados desde la administración de nuestro Estado por los siglos de los siglos, nunca como ahora. Pero ya es tiempo de reaccionar, de sacudirnos, de poner un alto al engaño y al pisoteo del que hemos sido objeto por tanto tiempo.

Tenemos la obligación de dar un ejemplo a nuestros hijos y nietos. No es tarde para enseñarles que todos los ciudadanos tenemos los mismos derechos, que la ley es para todos, que los gobernantes son empleados nuestros demasiado bien pagados por todos y cada uno de nosotros, que las deudas que nos están dejando las tendremos que pagar entre todos y que, por lo tanto, lo más conveniente es que empecemos a vernos todos en la misma situación, en las mismas condiciones y con la mismísima voluntad, no importa si somos “normales”, “tuñecos”, “locos”, “pájaros”, “convertíos”, “cueros”, y demás palabras que usamos con tanto desprecio para referirnos a quienes consideramos, no solamente diferentes, sino inferiores, sin la menor conciencia del grado extremo, desesperado, en que nos necesitamos unos a otros.

Son muchas las fuentes desde donde nos llega el precepto de que la principal obligación del ser humano es ser feliz. ¿Cómo se puede ser feliz con tanta exclusión y discriminación por razones tan pueriles, que no nos incumben y, sobre todo, que sólo sirven para sostener el régimen maldito que nos está aplastando?

Comentarios

Entradas populares de este blog

Memorias de Gestión Consular

Prestigio prestado

Cuando baila un buen merengue