Hablando sola
A quien le gusta cantar o bailar, lo que menos
le importa es que lo oigan o lo miren o que, con suerte, lo aplaudan. Y lo
mismo pasa con quien le gusta escribir. Lo que menos importa es que lo lean. Las
tres prácticas son satisfacciones personales, a veces gratificantes.
Por supuesto, si aparece un público que reciba
y reaccione – en el caso de la escribidera, quien lea y comente – mucho mejor,
porque no se puede negar que eso alimenta el ego, fomenta la vanidad. En mis
años de articulista, me bastaba y me sobraba con los estímulos de don Radhamés
y don Cuchito, aunque no puedo quejarme de aquello que me atreví a llamar mi
fan club, por las cartas y llamadas que recibía en los tiempos en que no había
correo electrónico.
Ahora tengo este blog en el que escribo
esporádicamente y, a pesar de las redes y los tantos contactos, tengo claro que
mi carnaval pasó hace rato. Pero, “me s’importa”. ¿Qué se puede hacer en esta
prolongada cuarentena para matar el tiempo? Digo, que no sea cocinar, comer y
fregar, actividades en las que he batido mi propio récord.
Disponer de tanto tiempo para pensar es
buenísimo. No estoy diciendo que sea siempre divertido. Me parece importante.
He recordado momentos – personales, sociales, morales, afectivos, políticos y económicos
– que tenía bien escondidos en mi memoria, tan desordenada como todos mis espacios.
Estoy básicamente feliz, incluso de recordar las
peores temporadas, porque de algunas todavía no entiendo cómo sobreviví, cómo
me repuse, cómo recomencé.
Si bien no se puede decir que estoy viviendo
mis últimos días (nunca se sabe, pero no parece), el único gran tormento, la
gran indignación, es la situación a la que hemos permitido que el PLD nos lleve,
y cómo esto se refleja en las relaciones con nuestros allegados. Ya nada puede
ser peor.
Quienes tuvimos el privilegio de leer ciertos
autores, de ver ciertas películas y obras de teatro, de conocer otros lugares
del mundo, de estudiar la historia y el pensamiento de diferentes épocas, apenas
contamos con elementos para clasificar – nunca justificar – las recientes y alucinantes
vivencias y, créanme, es mejor no entender nada.
Muchos de los funcionarios morados de sus 5
períodos en los poderes del Estado son mis contemporáneos. Algunos fueron
compañeros de estudios; otros, de luchas. No sé cómo explicar a ustedes lo que
se siente al ver gente con la que nos hemos tratado actuando con tanta maldad, con
tanto desdén, con tanta saña, contra una población que, inconsulta e involuntariamente,
los ha puesto a valer como jamás soñaron.
Así como tantos de ellos odiaron, maltrataron,
atropellaron a sus mujeres, madres de sus hijos, que los mantenían, y a todo el
que tuvo a bien ser solidario con ellos sin necesariamente compartir su credo, porque
no trabajaban (nos vendieron la idea de la exclusión por política, pero ahora aprendimos
de la peor forma que son unos incompetentes), patean sin piedad a un pueblo al
que han robado y endeudado para acumular fortunas colosales.
Ya no les basta con habernos puesto a malpasar.
Nos quieren muertos para quedarse con todo. Parece que nadie les ha dicho que
ellos también van a morir. Y que quedarán en las páginas de nuestra historia
como lo que son.
No me toca página en la historia, pero cuando me
pase la película de mi vida antes de expirar, recordaré que siempre encontré
con quien bailar, con quien hablar, con quien pelear, con quien tener amores,
con quien pasear, quien me leyera, quien me apoyara en mis tiempos duros. Eso
no tiene precio.
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