Los buitres del cementerio


“Mamá, voy a acostarme. ¿Te pongo una musiquita? Oye, si vienen a buscarte, puedes irte con toda confianza. Vas a encontrarte con toda tu gente por allá, y nosotros vamos más tarde. Gracias por la vida.”

Una perrita chihuahua, en horas de la madrugada, despierta a Virginia, una mujer de 56 años, y la conduce al cuarto de doña Antonia, su madre, de 89 años, que acaba de fallecer, fuertemente agarrada a los bordes del colchón. Se oye el bolero Rayito de Luna, parte de un mosaico de boleros cantado por Charitín Goico.

El teléfono de la casa, fuera de servicio por las lluvias. El celular sin balance. Gracias a una habitual llamada tempranera, se pudo enviar un mensaje a Nazareth, una amiga que esperaba el aviso para presentarse a la casa.

De nada valieron las previsiones tomadas para ese acontecimiento inminente. A pesar de tener a mano el formulario del Acta de Defunción, no apareció un médico legista. En todas las fiscalías dijeron lo mismo: todos pertenecían a los cuerpos médicos de los institutos castrenses y estaban acuartelados por un ciclón anunciado.

Con el formulario y mil pesos, Lucinda, la hija de Virginia, y Nazareth se fueron a buscar un médico de confianza para que firmara y sellara el Acta de Defunción. Nazareth dejó su celular para que Virginia pudiera llamar a los parientes y les advirtiera  que no llamaran a nadie. Si se hubiera tratado de un cumpleaños, se estaría hablando de una bullita, “a partir un biscocho”, como se suele decir. Al rato comenzaron a llegar.

Cuando Lucinda regresó con el Acta de Defunción, Virginia tomó el dinero que le había sido donado por un político en campaña que no contaba con su voto, y que ella había guardado desde hacía semanas para los gastos de ese día, la cédula de su madre, y se fue al cementerio.

La primera impresión, ese mercado de lápidas en la misma puerta del cementerio, no fue peor que la segunda: una bachata a todo dar desde un barrio colindante a las oficinas administrativas, donde lo primero que se ve es un letrero que, dado su contenido, no había forma de que fuera leído por sus destinatarios: “por la presente, se ruega a los empleados presentarse a su trabajo y cumplir con sus horarios.”

Acompañada de una inspectora que determinaría el monto a pagar por el derecho a la inhumación, Virginia salió en búsqueda de sus nichos, muy difíciles de ubicar ya que la yerba llegaba al cielo.

Ahí mismo, se vio obligada a negociar con los buitres del cementerio (miembros de un sindicato-monopolio),  que no le habían perdido ni pie ni pisada desde que llegó, para los trabajos propios del entierro. Fue abordada por un albañil que le reclamó haber trabajado en la construcción de los nichos años atrás, dizque el maestro de obras no le pagó el trabajo completo, y pretendía cobrar aquel remanente a quien ya lo había pagado.

Hubo que mandar a hacer de nuevo las tapas porque se las habían robado los sindicalistas para vendérselas a otros deudos. Declararon a la propietaria dichosa de no haber encontrado por lo menos un muerto enterrado allí. También hubo que pagar un desyerbe y se recordó que quien quiera encontrar su espacio y el camino limpios, debe pagar una cuota mensual a los jardineros del sindicato.

Al salir del cementerio dejando todo debidamente pagado y encomendado para las 4 de la tarde, la parada siguiente fue en la funeraria, o lo que era en realidad: una fábrica de ataúdes con servicio de flores y carroza, ubicado en un callejón de barrio pobre cercano a un hospital. Pagó el servicio y quedaron para las 3:30 de esa tarde.

Una tercera parada fue en un popular expendio de comidas listas y la última en un pequeño supermercado para comprar refrescos, vasos desechables y hielo; había que dar de comer y beber a todos los familiares y amistades reunidos en la sala de la casa, al lado del dormitorio, donde yacía en su cama la anciana muerta. Ya habían tomado café varias veces mientras Lucinda, Rosa y Carmen, amigas de confianza, fregaban y limpiaban compulsivamente.

La situación era una sola tira cómica. Rosario, hermana de la difunta, que no había parado de llorar, cambió súbitamente de ánimo cuando Adriano, su esposo, de quien llevaba 22 años separada y no lo había vuelto a ver ni en fotos, llegó con uno de los tres hijos que tuvieron y la saludó con un besito. De eso hace siete años; el hombre murió sin que ella volviera a verlo, y todavía la señora no se ha cansado de contar ese episodio.

José, hermano de la difunta, tío y compadre de Virginia, permanecía en una esquina de la sala, en una mecedora, sin quitarse la boina y agarrando su bastón, sin pronunciar palabra, como de costumbre, perdido en sus pensamientos, mientras Altagracia, su esposa no paraba de hablar, como también acostumbraba.

Los sobrinos de la occisa, así como un par de amigas de Virginia, profesan las más diversas religiones. Todos y cada uno de ellos tomó su turno para orar ante el cadáver. ¡Y eran 15!
No faltaron los comentarios insinuantes sobre la ausencia de Rafael, hijo de la muerta, a quien se esperaba desde Santiago, pero no llegó. Allí mismo lo declararon  el causante de la muerte. Fue la depresión por la falta de contacto con su hijo lo que llevó a la señora a dejar de comer y, más adelante, de ingerir líquidos, ni siquiera agua. Nadie admitió que 89 años es una edad a la que las personas mueren, de cualquier causa, incluyendo el hartazgo.

A las tres y media, como se había acordado, llegó el carro fúnebre con las flores y el ataúd. El chofer vociferó desde afuera que dónde estaba la vieja que lo había contratado, que era Virginia, la hija de la difunta. Entraron con el ataúd, que no logró pasar desde la sala hasta el dormitorio, por lo que terminaron levantando en vilo el cadáver por las puntas de las sábanas para colocarlo en el ataúd que habían dejado abierto en el piso de la sala.

Virginia preguntó al chofer del carro fúnebre si era asunto de ley o de costumbre la baja velocidad a la que circulan esos carros cuando se dirigen al cementerio y, ante la respuesta del chofer, Virginia le ordenó: “sígame”, y se enrumbó hacia la autopista, camino al cementerio, a la velocidad regular de los automóviles que circulan en esas vías.

Llegaron al cementerio poco antes de las 4 y los albañiles no habían aparecido; no había tapas de nichos ni la lápida. Ya habían desyerbado el entorno, pero no recogieron los desechos. Aquello era un solo charco,  el nicho era una piscina, una cisterna a medio llenar, repleta de mosquitos.

Los del servicio funerario colocaron el ataúd en el piso mojado y se largaron. Fue mucha la tensión que generó la probabilidad de que el ataúd, de madera comprimida, ensanchara o se abriera debido al tan prolongado contacto con el agua.

Apareció un extranjero con un pedazo de colcha espuma y un cubo de hule y procedió a sacar el agua del nicho mientras no paraba de recordar que no estaba ahí para eso, con la clara intención de ser debidamente boroneado; que llevaba diez años en ese oficio y nadie se había quejado como ese día, a lo que Rosario, la hermana de la difunta, señalándolo con el dedo, sentenció: “¿10 años, y no lo han ascendido ni a zacatecas? Anda p’al carajo, si yo fuera usted, dejo esto.”

Llegaron las tapas, mucho más grandes que los nichos. A mandarriazos tuvieron que tumbarles los bordes. Entonces quedaron más pequeñas. A pura basura, es decir, con pedazos de fundas de cemento, clavos doblados escarbados del suelo desyerbado y cualquier otra cosa mandada a buscar en el momento en una moto, bajo la lluvia, lograron que las tapas más o menos encajaran en las ranuras construidas a los fines.

Faltaba la lápida. Otra voceadera para que fueran a buscarla. La treintena de presentes se había dividido en fumadores y no fumadores bajo los escasos paraguas, ya no se aguantaban más las picaduras de mosquitos. Ya se habían oído algunas canciones propias de la ocasión en la voz de un amanerado barítono de coro, casado por supuesto, mientras un amigo homosexual, pretendiendo disimular su mal humor, preguntaba quién era esa doña (el barítono).

El mal humor se debía a que su pareja no llegaba. Una amiga de los dos que no tuvo empacho en sacar un gorro de baño para que no se le engrifara el pelo, le llamó la atención cuando todos escuchamos lo que le decía por el celular a su pareja.

El esposo de una sobrina preguntó cuánto había costado el acontecimiento, para prepararse (su suegra, la hermana menor de la difunta, estaba en lista de espera).

Al cabo dos horas y media, apareció el del sindicato, como si estuviera cumpliendo con su compromiso, peor, su lenguaje corporal era el de un prestamista que había dado un chance a un moroso. Cuando se le dijo a las cuatro, calculó que a las seis. Llegó a las seis y media, porque la gente importante llega tarde.

Virginia pronuncia unas palabras de agradecimiento, en particular a su propia hija por lo que la presencia de la abuela significó en su vida, no sin recordar lo difícil que fue esa relación para ella, y de aclarar que todo se hizo de acuerdo a su expresa voluntad de la difunta, solicitándoles  que tuvieran eso en cuenta a la hora de criticarla. Ya estaba oscureciendo. Cuando se daba todo por terminado, llega un ruidoso motoconcho de cuya cola salta una diminuta y conocida figura de mujer, en falda de tachones y zapatos de abuelita, que grita: “¡es ahí!”.

Buena parte de los parientes y amigos volvieron a la casa mortuoria, y allá encontraron otros allegados que no alcanzaron el entierro. Virginia no quiso desperdiciar la oportunidad de decir a sus parientes maternos que acababan de enterrar el único vínculo que los unía, que no había razón para volver a comunicarse con ellos. Pero no tuvo suerte.
Ese día descubrieron que Virginia no tenía nada que ver con el monstruo que ellos mismos, con el beneplácito de la muerta, habían inventado, en cuyas garras, sin embargo, no vacilaron arrojar a su bien amada hermana y tía, eso sí, después que la despojaron del patrimonio obtenido más de 20 años atrás, cuando se divorció del padre de Virginia y Rafael.

Ante la necedad familiar por prolongar aquella jornada de más de 12 horas, al extremo de recalentar lo que quedó del almuerzo y colar más café, Virginia los dejó en la sala, se fue a su patio y se sentó en uno de los mueblecitos de hierro debajo de la frondosa mata de mangos. La perrita chihuahua, como acostumbraba, se sentó en otro, miraba a su ama, corría un poco en la grama cual gacela en la pradera, y volvía a sentarse en el sillón a mirar a su ama, que de vez en cuando volteaba la cabeza hacia el interior de la casa.

Cuando finalmente vio partir a sus parientes, seguida de su perrita entró a la casa, buscó el minicomponente en el cuarto de la mamá, lo puso en la sala, lo encendió y sonó la canción de Charitín. La detuvo, sacó el CD, puso uno de Milly y los Vecinos con merengues de Luis Kalaff y, con los ojos cerrados, procedió a balancearse en su mecedora mientras escuchaba “a molé, a molé, y después, a volvé a molé” ante la mirada de la perrita.




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