Urgencias

A pesar de mis años, mis libras, mi sedentarismo y mi tabaquismo, gozo de buena salud, lo que no impide que un día más que otro me vea precisada a acudir a una sala de emergencias. Por lo general, voy al Hospital Marcelino Vélez. La noche del jueves pasado, aparentemente me intoxiqué con atún enlatado, y allá fui a parar. Cruz y raya. La emergencia estaba en manos de internos (estudiantes avanzados de una escuela de Medicina), de UTESA, y todos menos una eran haitianos. Dios sabe que, lejos de tener nada en contra de ese pueblo, tiendo a defenderlos. Respeto su derecho de hacerse profesionales y todos sus derechos humanos, civiles y demás. Que quede claro que el problema no es de nacionalidad. Es de idioma. La lengua oficial de la República Dominicana es el español, por lo tanto, aunque las clases sean en chino, debe ser obligatorio el dominio de nuestro idioma para que los aspirantes a médicos puedan tratar a pacientes dominicanos. Me será muy difícil olvidar la petulancia de un joven haitiano, estudiante de Medicina en UTESA, asqueroseándome porque, sin preguntarme, dio por hecho que yo no hablaba inglés, mucho menos francés, y ni pensar que yo pudiera hablar el dialecto en el que funciona. No me molesté en aclararle el punto, porque su torpeza para tomarme los signos vitales lo descalificó en cuestión de segundos. Luego vino otra que, no conforme con sus deficiencias en el idioma, tenía un chicle inmenso en la boca que mascaba con verdadera fruición al tiempo que me llamaba “madre” y me preguntaba una sarta de disparates que no tenían nada que ver con mi dolencia, no hablemos de su lenguaje corporal, absolutamente impropio de una casi profesional de la salud. Dos horas, desde las doce de la noche hasta las dos de la madrugada y ni un solo médico de verdad se me acercó a ver si todavía estaba con vida. Cuando llegó un hombre mal herido, desangrándose, y vi al camillero mismo atendiéndolo, muy mal asistido por un guardia de aquí y una de esas estudiantes haitianas que ni hablan ni entienden español, porque tampoco apareció un médico “de pasillo”, como los llaman, dije que me iba. Aun así, tuve tiempo de presenciar cómo le sacaron la billetera de los bolsillos, dizque para ver si tenía seguro y algún número de teléfono donde llamar. Fue notorio el desencanto porque no encontraron nada más. Entonces, en un tono nada amigable, apareció una licenciada (enfermera), estralló su bandeja en la silla al lado de la mía y procedió, de muy mala gana, a ponerme un suero. Cuando, harta de los pinchazos y convencida de que lo estaba haciendo de maldad, con mucha firmeza la mandé a detenerse, y me fui si haber recibido la atención que necesitaba. A la salida, el militar que cuidaba la puerta parece haber pensado que me había robado y llevaba en la cartera una silla de ruedas (consistente en una silla plástica tipo colmadón amarrada al armazón de una silla de ruedas) o un tanque de oxígeno, tal fue la forma en que me habló. Eso sí, les aseguro que morirá recordándome.

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