Don Radhamés
Cuando empezaban los programas muy temprano en la mañana y muy tarde en la
noche, el conductor de uno a las seis de la mañana me sugirió que lo viera. Por
poco me da un ataque cuando vi a Bonillita en la pantalla.
Pasé revista a los entonces directores de medios y elegí al director de El
Nacional, famoso por su franqueza a la hora de desestimar cualquier escrito,
sabiendo que, lejos de publicarme para salir de mí o para llenar un espacio, no
eructaría para mandarme al carajo.
Le mandé una carta, horrorizada por el acceso de Bonillita a los medios. Me
llamó diciendo que le quitara los párrafos donde mencionaba al nefasto personaje,
para no tener que bregar con su derecho a réplica, y la publicó, pero además me
dijo que esa carta era un buen análisis generacional y varios elogios más; que
le mandara una carta todas las semanas.
Yo no cabía en mí de emoción. Seguí mandándole cartas, no semanalmente,
pero sí con cierta frecuencia, hasta que un día me mandó a pedir una foto para
colocarme como articulista. Y llegó un momento en que me publicaba tres veces
por semana. Me presentaba con gran orgullo como “la nueva ametralladora de El
Nacional”.
Muchos colaboradores y amigos suyos llegaron a descalificarme, insinuando
que era él quien escribía escudado en mi foto y mi nombre; otros decían no entender
qué era lo que tanto gustaba de quien sólo escribía de chismes. Nos reíamos a
mandíbula batiente. Fueron unos amores escriturales intensos, en los que no
faltaron pleitos igualmente intensos, imagínense, maco y cacata.
A don Radhamés y sólo a él debo esos años de presencia, de respeto público,
no hablemos de todo el gozo, tanto por las cartas recibidas por lo que terminé
llamando mi fan club, como por las reacciones airadas de algunos afectados por
los artículos.
El sabía cuándo me refería a mi propia historia, aunque la escribiera en
tercera persona, o cuándo, al revés, escribía en primera persona una historia
ajena. Su sensibilidad por esos temas era impresionante.
Encontré en don Radhamés todo el apoyo que nunca recibí de mis padres a la
hora de realizar una actividad que, como casi todo lo que nos gusta mucho,
nunca me produjo ni un solo peso, pero sí mucha gratificación y no poco
reconocimiento.
Me encantaba cuando leía mis “manuscritos”, se quedaba pensativo, y
terminaba diciendo: “sí, te lo voy a publicar, coño, que se jodan”. A veces
mandaba mis artículos a la crónica social, a las páginas de farándula, a
deportes, me hacía espacio donde fuera, para no ocupar el que ya tenía fijo en
las páginas de opinión.
Celebraba tanto mis ocurrencias, que en más de una
ocasión lo encontré en la redacción o en su despacho leyendo algún artículo mío
en voz alta, muerto de la risa, expresando a veces orgullo y satisfacción.
Me censuró, sí. Me hizo – nos hicimos - coger buenos piques, hasta escribió
sobre mis rabietas. También me hizo llorar. En pocas palabras, me hizo crecer. Me
enseñó lo que se podía y lo que no se podía, lo que se respondía y lo que se
dejaba pasar. Y eso no se paga con nada.
Hace mucho tiempo que no lo veo. No sé por qué, hoy amanecí nostálgica de
él. Felizmente, pude tener noticias suyas de primera mano, le mandé un abrazo
tipo mecedora, con cariño y gratitud, y aquí estoy, bañada en lágrimas, preguntándome
si me recordará, aunque dudo que ninguno de los dos olvide jamás nuestra singular
unión en la escritura.
¡Gracias por todo, don Radhamés querido!
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