Efectivamente, no los amo

Precisamente porque los entiendo, no que los comprendo ni que los acepto, no puedo amarlos. A ninguno de ellos. Nos han convertido, a todos y cada uno de nosotros, en aquellos niños huerfanitos, con herencia, a quienes algún familiar o vecino, no enfermo mental, sino pura y simplemente malvado, se ofrecía a custodiar hasta su mayoría de edad, cuando, si llegaban vivos, ya no les quedaba ni un solo centavo y hasta debían dinero a sus “benefactores”.

Sí, señor. Los gobernantes peledeístas son las brujas de los cuentos infantiles. Son los malos de las películas no tan infantiles. Son los grandes abusadores de nuestra cruda realidad nacional.

Entonces, no es que no los entendemos. Es que los aborrecemos. Mucho. Les tenemos asco. Han acaparado todo lo que nos pertenece y, si les da la gana, sueltan una que otra migaja a quien les parece. “Te estoy ayudando”, nos dicen, como si se estuvieran desprendiendo de algo propio para hacernos un favor.

Tres mil sombreros, mal contados, en un solo ropero, por cierto, de un mal gusto espantoso, se dice que ha coleccionado la primera dama. Siete mil euros (trescientos cincuenta mil pesos) en perfumes en la escala de ida y cincuenta poloshirts Lacoste en la escala de regreso para un ministro que sólo salía de San Cristóbal para ir a la Uasd, con mucho esfuerzo y no pocas limosnas.

El inventario de las excentricidades de estos pobres renegados, estos infelices resentidos sociales, no cabe ni siquiera aquí, en el espacio virtual. Si sospecháramos que tienen conciencia, estaríamos preguntándonos cómo duermen, cómo la pasan con su único logro verdadero: haber aumentado escandalosamente la tasa de suicidios de la República Dominicana.

Han comprado barato y con nuestro dinero a todo aquel que se ha puesto precio y, a quien no se ha declarado en venta, lo encerraron en la jaulita de Hansel y Gretel, lo colocaron en el puesto de la Cenicienta, le ofrecieron la manzana de Blanca Nieves, lo convirtieron en ciudadano abusado, en muerto civil.

Primero, les pasó como a los de “Los peligros del exceso de fe” de Milan Kundera. Ahora, cual personaje central de “Impaciencias del corazón” (Stefan Zweig), juegan a despertar la piedad, la falsa piedad. Se sienten incomprendidos, rechazados, y juran no saber por qué. Son lo que son: muertos de hambre dispuestos a comérselo todo, solos.

Pero nuestro mundo no es ancho ni ajeno. Es estrecho y propio. Es redondo y da vueltas. Con el debido desprecio, esperamos ver pasar ese ignominioso entierro político.

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