La vida que elegimos

La razón por la cual no podemos sentirnos libres ni progresar en nuestro país es muy sencilla. No tenemos ni hacemos causa común. No podemos ser libres sin sentido de la igualdad de derechos y deberes, ni podemos progresar sin ejercer la solidaridad.

Como si no bastara la brutal desigualdad a la que nos somete la administración de nuestro Estado, nos esmeramos en hacerla tangible, compitiendo entre nosotros en aspectos de la vida desde los más triviales hasta los más importantes. Así es imposible ser solidarios. Entonces, ni somos libres, ni progresamos.

Nuestras esclavitudes nos estancan. Somos esclavos de la enseñanza privada, la salud privada, el transporte privadísimo y preferiblemente de lujo, los sistemas privados de abastecimiento de agua y energía eléctrica, la comunicación privada, todo privado. Ni siquiera cada familia: cada uno de sus miembros compone o dispone de un sistema privado, y todo el mundo bien atento al sistema ajeno, no para igualarlo, sino para superarlo.

Nuestra actitud ciudadana es: “soy mejor que tú porque suplo lo que todos deberíamos tener garantizado con (lo que sea) más grande y más caro que el tuyo”. Nos hacemos cómplices de la irresponsabilidad y el desamparo estatal y de paso conculcamos la libertad y el progreso ajeno.

Perdimos nuestra identidad, nuestra conciencia, nuestra libertad, nuestra auto-estima, nuestro amor propio, nuestra voluntad, no somos nada, y sólo nos sentimos ligeramente bien cuando creemos que no padecemos de los males que nos parecen ajenos, pero que realmente también nos afectan.

Somos cómplices incondicionales de todos nuestros verdugos, siendo el más cruel de ellos el que llevamos dentro, el que nos lleva a por lo menos intentar reducir a nuestros aliados naturales. ¡Qué mal estamos!

Me recordó una amiga aquella frase de Ho Chi Min que decía, más o menos, “cuando empieces a estar de acuerdo con tu enemigo, revísate”. Creo que se nos pasó la hora de revisarnos. Nos convertimos en nuestro propio enemigo, el más peligroso de todos los enemigos que tenemos.

Solamente respetamos a quienes nos engañan. Solamente admiramos - y babeamos por imitar a - corruptos y delincuentes. Nos enorgullecemos por conseguir que nos paguen sin dar nada a cambio, por ganar dinero jugando, por beneficiarnos del abrumador mal social que nos arropa. Hemos perdido la moral de tal forma que cuando a alguien se le ocurre reclamar, sea un derecho o una inquietud, se le considera persona peligrosa y se reacciona con violencia. Me cansé.

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