Maltratar y ser maltratados
Casi todos los trámites digamos legales, además de obsoletos e inoperantes,
hay que hacerlos por lo menos dos veces, principalmente debido a la falta de
entrenamiento y de educación doméstica de los servidores públicos, que si son
uniformados, es incalificable.
Para resolver un problema creado por un ladrón, como es el robo de la placa
de un vehículo, hay que dar un viaje al Plan Piloto de la Policía. Volver entre
las 9 de la mañana y la 1 de la tarde, por el patio, para una revisión del
vehículo que no acabo de entender muy bien y soportar el trato del portero de
ese patio. Luego, comprar un impuesto de 100 pesos y dar otro viaje, después de
las 48 horas, a buscar la certificación, con la cual debemos ir a un periódico
a colocar tres publicaciones consecutivas y también ir de nuevo al periódico
con las tres publicaciones para que les peguen un sello. Sólo así se puede ir
hasta la DGII, y de ahí en adelante, no tengo idea de lo que sigue. Sólo sé que
seguimos sin placa.
Es que la certificación del Plan Piloto tenía un error en el año del carro,
de manera que hubo que disponer de más tiempo y más gasolina para tratar de
corregirlo. Llego hasta allá, por suerte no había mucha gente, y me reciben con
un solemne “ah, sí, tiene un error, primero tiene que volver a pagar el impuesto,
mi amor”. Le respondo: “dos cositas, joven: primero, de ninguna manera pago por
un error de ustedes, ya bastante estoy gastando en tiempo y gasolina, y lo otro
es que tu amor es tu novio que, por cierto, no soy yo”.
Con la boca llena de comida, se dirige a un señor que estaba detrás de mí y
le dice: “déjeme explicarle usted, porque ‘ello’ hay personas que son animales.”
Entonces, le respondí: “dos cositas más: animal es tu abuela, y tú también y,
mira, te jodiste”. Y le pasé rápidamente frente a su cara un carnet que le
dieron a mi hija cuando rotó por el hospital de la Policía, que no decía
absolutamente nada que no fuera eso mismo, Hospital General de la Policía
Nacional, un pase para circular en el recinto.
La joven fue blanca un instante en su vida. Entró al cubículo de donde
había salido más rápido que inmediatamente. Y yo largué un discurso sobre el
trato a los usuarios de los servicios, el descrédito policial, donde los
errores, los de ellos, se pagan y no siempre con dinero, sino con la vida,
bueno, no me callé más.
Primero salió una señora intentando ser amable, que estaba bien, que no pagara,
pero que entendiera que el número final del año no se leía bien en la copia de
la matrícula. Le dije que en ese caso, debieron preguntar o, mejor, pedir otro
documento, por ejemplo, el marbete o la póliza del seguro, en el que se leyera
claramente el número completo del año. Cualquier cosa, menos adivinar.
Una vez más en la vida fui mirada como si me hubiera escapado de un
manicomio, pero ya soy inmune a eso. Seguí con mi discurso. Entonces, de la
nada salió un oficial, como quien no sabía lo que estaba ocurriendo y me pregunta,
lo más cortés que pudo, que si me estaban atendiendo. Lo fulminé con la mirada
y me dijo: “señora, por favor, no haga nada, que yo me ocuparé de la empleada,
la sacaré de aquí”.
Le respondí: “error 9837; el desempleo genera más delincuencia, no sabemos
cuántas personas dependen de ese sueldito; ni sabemos si su relevo será peor;
lo que procede es entrenarla, a ella y a todos, y crearles conciencia de quién
es quién, quiénes pagamos para que ustedes cobren y nos den servicio; no es a
mí, es a nadie que se puede tratar de esa manera; no es a mí, es a nadie que pueden
seguir haciendo perder tiempo y dinero; tienen que revisar el procedimiento
también”.
Los ciudadanos (y aquí no me incluyo) se han acostumbrado a ser maltratados
en la misma dimensión en que los servidores públicos se han acostumbrado a
maltratarnos. Una interrelación perversa, aberrante, malsana.
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