Celebrando el día de la salud



Esta mañana darían de alta a mi hija que estaba ingresada por segunda vez en el mismo hospital donde trabaja y allá fui a buscarla. Antes de llegar a su habitación, pasé por el despacho del director y pedí verlo. Nos conocemos desde hace años, somos vecinos, y tenemos viejas amistades en común.

El hombre es la decencia hecha persona. No me hizo esperar y se dispuso a escucharme. Yo tampoco perdí tiempo para empezar a contarle todas las que mi hija ha pasado durante esa residencia y lo que he oído de otros/as residentes, historias realmente sórdidas.

Hizo llamar al coordinador de las residencias médicas del hospital, nada simpático, más bien parejero, con clara actitud intimidante para otra persona que no fuera yo. Mi hija ha tenido tres accidentes laborales y ninguna vez le han firmado el formulario para la ARL. En el primer accidente, un resbalón en un charco de agua en las escaleras, se fracturó el coxis y sólo le dieron cinco días de licencia ¡con cargo a sus vacaciones!, de manera que el hueso no empató y así quedó. Y las otras dos veces que se cayó, por supuesto que el golpe fue directo al coxis fracturado.

En una ocasión, un jefe preguntó por qué tal cosa estaba mal y ella respondió que habían violado los protocolos. Eso bastó para que un jefe intermedio la dejara presa hasta la medianoche, después de haber amanecido la noche anterior.

En otra ocasión, estaba cabeceando durante una clase porque había amanecido sin dormir y un superior la puso de pie pegada de la pared, donde también se durmió, se cayó y eso le valió no sé cuántas horas presa. 

La lista de humillaciones y desconsideraciones no se acaba. Y el tema de los horarios es clase aparte: cuando les toca trabajar en los pisos de habitaciones, deben salir a las cuatro de la madrugada ¡en una ciudad como ésta! para tener una serie de procedimientos listos a las cinco, cuando llegue no sé quién. El caso es que los meses en que pueden llegar un poco más tarde es a las seis de la mañana. Sin hora de salida. 

Todo eso por treinta mil y pico de pesos al mes, después de tantos años de estudios y tantos requisitos para calificar para entrar. Le dije al director que yo tengo seis perros y no los trato como tratan ellos a esos profesionales que no servirán para nada cuando terminen la residencia, completamente reventados.
Estoy viendo la salud de mi hija deteriorándose. He sabido de otras que han intentado suicidarse. Ha habido padres y madres que se han presentado al hospital y se han llevado a sus hijos o hijas, indignados.

Friendo quipes y pastelitos se gana más, y sabemos hacerlos. El curso costó doscientos pesos y duró unas cuantas semanas. Conchando o taxiando también se gana más, y tenemos carro. No, definitivamente no hay que estudiar tanto, ni soportar tanto, ni desgastarse tanto para producir treinta mil pesos, sólo por decir que se es médico.

Pero, ya saben cómo es. En esos lugares, las paredes oyen, las noticias vuelan, de manera que en mi recorrido hasta la habitación de mi hija, y luego de salida, por el ascensor y los pasillos, fueron tantos los saludos efusivos y las miradas cómplices, incluso en presencia del director y el coordinador con quienes me había reunido, con quienes luego coincidí en el ascensor, que me sentí cual paladín justiciero. Y cuando supe que, además, era día de la salud, me pareció haber tenido una celebración insuperable.

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